El 1° de abril de 1982, Pedro Prudencio Miranda se enteró por medio de una radio uruguaya que él y sus compañeros de la 6° Brigada Aérea de Tandil iban a tener participación en la guerra de Malvinas, en el intento por recuperar la soberanía nacional de las Islas. El hombre nacido en Villa Mercedes, en aquél momento de 30 años, casado y con hijos, recuerda que lo primero que sintió fue euforia y conmoción, aunque fue rápidamente reemplazado por la angustia de imaginar los escenarios que podrían presentarse en los días sucesivos.
Entre el 8 de abril y el 13 de junio, Pedro permaneció en una base militar de la Fuerza Aérea Argentina en Río Grande, Tierra del Fuego, a unos 600 kilómetros de Malvinas. “Yo soy un mecánico especialista en armamento, toda mi vida trabajé con cañones, bombas y misiles”, explica. Si bien no viajó nunca hasta las islas durante la guerra, Pedro es considerado un veterano porque experimentó situaciones de suma dificultad que equivalen a estar en la primera línea de combate.
A menudo, los excombatientes de Malvinas buscan evitar recordar los factores sentimentales que atravesaron en cada uno de los acontecimientos complejos que vivieron. Sin embargo, a medida que las primeras lágrimas comienzan a bajar por su mejilla y sus cuerdas vocales se tensan, dificultando la enunciación ideal de las palabras, Miranda termina por dar el brazo a torcer y se entrega definitivamente a la emoción que le provoca recordar los tres momentos límites que vivenció como miembro del Ejército Argentino durante el conflicto en el Atlántico Sur.
“Lo peor que existe en la humanidad es la guerra, y después de eso vienen los errores de guerra”, subraya el veterano. El primer día de combate en Malvinas, un avión argentino bombardeó por equivocación al buque de transporte ‘ELMA Formosa’. En cuanto surgió la información de que una de las bombas había quedado en el interior sin explotar, solicitaron a un experto de la base Río Grande para ir y desarmarla. El encargado para estos escenarios era Pedro Miranda, aunque en ese momento le llegó la orden de enviar a alguien con menos rango jerárquico y de estado civil soltero.
“Me negué rotundamente. Una y otra vez le dije al teniente que esto era mi responsabilidad, pese a que me recordó que tenía esposa e hijos de los que cuidar”, narra Pedro, visiblemente conmovido con el recuerdo. Así, tras esa muestra de coraje, el mecánico viajó en lancha hasta el buque damnificado y comenzó a trabajar para desarmar la bomba.
En la oscuridad de la bodega, Pedro temblaba “como si tuviese Parkinson” y se vio obligado a frenar su tarea en dos oportunidades por exceso de transpiración, pese a las temperaturas bajísimas del momento. Estaba sólo, pero fue la compañía de la foto de sus hijos que llevaba a todas partes lo que lo ayudó a superar la situación. “Los veía y les pedía que me den tranquilidad, que los quería volver a ver”, confiesa.
Pasaron 42 años de aquél suceso, 42 años en los que Pedro disfrutó de una vida plena junto con su esposa y sus hijos. Hoy, un fragmento de aquella bomba descansa en el Museo Malvinas de La Punta y el explosivo detonante está en la casa de la familia Miranda.
ANSL